Título: La selva no tiene Piedad
Autora: Kassfinol
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Género: Ficción contemporánea – Realismo crudo
Sí, la selva no tiene piedad. Lo comprendió desde el primer paso que dio en el Darién, cuando sus pies se hundieron en el lodo hasta los tobillos y la humedad le caló los huesos. Tenía veinticinco años y una meta clara: llegar al otro lado, sin importar el infierno que tuviera que atravesar.
El sonido de la selva nunca cesaba. Insectos invisibles zumbaban cerca de su rostro, sombras reptaban entre los árboles y cada crujido la obligaba a girar la cabeza. No estaba sola. Nadie en esa selva lo estaba.
Pronto entendió que la naturaleza no era su único enemigo. A medida que avanzaba, el grupo con el que inició la caminata comenzó a fragmentarse. Algunos quedaron atrás, agotados o enfermos. Otros, desaparecieron sin dejar rastro.
Fue testigo de cosas que nadie debería ver. Hombres armados irrumpieron en su campamento una noche, llevándose a dos mujeres sin que nadie pudiera hacer nada. El llanto sofocado de los niños fue el único sonido que quedó después del ataque. Sintió su estómago anudarse cuando vio cuerpos abandonados junto al sendero, algunos cubiertos con hojas, otros devorados por la selva misma.
Cada río era un nuevo obstáculo. Las aguas turbias ocultaban trampas naturales: piedras resbaladizas, ramas que atrapaban tobillos y corrientes traicioneras. Necesitó la ayuda de extraños para cruzar. En la selva, la confianza se daba a ciegas, pero también se pagaba con traición. En una de esas travesías, alguien la empujó al agua para robarle su mochila. No volvió a ver su dinero ni sus documentos.
El hambre se volvió una sombra constante. Racionó la poca comida que le quedaba hasta que se redujo a nada. Su cuerpo se debilitó, pero su instinto la mantuvo en pie. La lluvia caía sin aviso, empapándola hasta los huesos, y las noches eran una tortura de frío y miedo.
Después de lo que parecieron siglos, alcanzó el final de la travesía. Pero ya no era la misma. Había dejado algo en la selva: su ingenuidad, su fe en la humanidad, su capacidad de sentir pena por los que quedaron atrás. Avanzó y no volteó a mirar. No podía hacerlo.
Su futuro estaba adelante. Y el pasado no merecía un solo segundo más de su atención. O al menos eso creía. Porque, aunque sus pies pisaban ahora calles pavimentadas y su cuerpo se refugiaba en una habitación diminuta en medio de una ciudad desconocida, la selva no la abandonaba. La seguía en cada sueño, en cada sombra que cruzaba su camino, en cada rostro extraño que la miraba con desconfianza.
Ella ingresó a esa selva pensando que solo debería tener fuerzas para soportar las penurias y peligros, pero no lo pudo evitar… murió kilómetros atrás. No físicamente, sino en aquella parte de su ser que creía en la bondad, en la justicia, en el valor de la lucha. Ahora, en medio de la gran selva de cemento, sola y agotada por el día a día, aceptaba que siempre lo más importante había sido vivir y estar cerca de su familia. Pero esa verdad llegaba tarde, como un eco lejano de algo que ya no podía recuperar.
Solo había una gran verdad… ninguna selva tiene piedad. Ni la de árboles y lodo, ni la de asfalto y frío. Ambas devoran, ambas dejan cicatrices. Y ella, ahora lo sabía, llevaría las suyas para siempre.
Fin.
Lamento mucho lo que miles han tenido que pasar por tener un futuro mejor.
Excelente relato, terrible realidad. No sé que será peor, si irse o quedarse, en ambos casos no se sale ileso.
Gracias por leerlo.
Es dura la realidad. Es una lastima que ocurra todos los días.
Gracias por el relato.
Selvas son en realidad las mentiras que nos enconde la verdad.
Gracias por leerlo Sergio y por tu comentario. Un abrazo grande.